martes, 31 de enero de 2012

Madame Bovary, 10


Por miedo a parecer ridícula, Emma quiso antes de entrar dar un paseo por el puerto, y Bovary, por prudencia, guardó los billetes en su mano en el bolsillo del pantalón, apretándola contra su vientre.
Ya en el vestíbulo Emma sintió latir fuertemente su corazón. Sonrió involuntariamente, por vanidad, viendo a la muchedumbre que se precipitaba a la derecha por otro corredor, mientras que ella subía a la escalera del entresuelo. Se divirtió como un niño empujando con su dedo las amplias puertas tapizadas; aspiró con todo su pecho el olor a polvo de los pasillos, y una vez sentada en su palco echó el busto hacia atrás con una desenvoltura de duquesa.
La sala empezaba a llenarse, la gente sacaba los gemelos de los estuches, y los abonados se saludaban de lejos. Venían a distraerse con las bellas artes de las preocupaciones del comercio; pero, sin olvidar los «negocios», seguían hablando de algodones, de alcohol de ochenta y cinco grados o de añil. Allí se veían cabezas de viejos, inexpresivas y pacíficas, y que, blanquecinas de cabellos y de cutis, parecían medallas de plata empañadas por un vapor de plomo. Los jóvenes elegantes se pavoneaban en el patio de butacas, luciendo en la abertura de su chaleco su corbata rosa o verde manzana; y Madame Bovary los contemplaba desde arriba apoyando sobre junquillos de empuñadura dorada la palma tensa de sus guantes amarillos.
Entretanto, se encendieron las luces de la orquesta; la lámpara bajó del techo derramando con la irradiación de sus luces una alegría repentina en la sala; después entraron los músicos unos detrás de otros, y hubo un prolongado guirigay de bajos que roncaban, violines que chirriaban, trompetas que sonaban, flautas y flautines que piaban. Pero se oyeron tres golpes en el escenario; comenzó un redoble de timbales, los instrumentos de cobre tocaron acordes simultáneos, y al levantarse el telón apareció un paisaje.
Era la encrucijada de un bosque, con una fuente a la izquierda, a la sombra de un roble. Campesinos y señores, con la manta al hombro, cantaban todos juntos una canción de caza; luego apareció un capitán que invocaba al ángel del mal elevando sus brazos al cielo; apareció otro; se fueron y los cazadores volvieron a empezar.
Emma volvía a encontrarse en las lecturas de su juventud, en pleno Walter Scott. Le parecía oír a través de la niebla el sonido de las gaitas escocesas que se extendía por los brezos. 

Madame Bovary, 9


Inmóviles el uno frente al otro, se repetían:
-¡Hasta el jueves!..., ¡hasta el jueves!
De pronto ella le cogía la cabeza entre las dos manos, le besaba rápido en la frente, exclamando: «¡Adiós!», y  se precipitaba por la escalera.
Iba a la calle de la Comedia, a una peluquería, a arreglarse sus bandós. Llegaba la noche; encendían el gas en la tienda.
Oía la campanilla del teatro que llamaba a los cómicos a la representación, y veía, enfrente, pasar hombres con la cara blanca y mujeres con vestidos ajados que entraban por la puerta de los bastidores.
Hacía calor en aquella pequeña peluquería demasiado baja, donde la estufa zumbaba en medio de las pelucas y de las pomadas. El olor de las tenacillas, con aquellas manos grasientas que le tocaban la cabeza, no tardaba en dejarla sin sentido y se quedaba un poco dormida bajo el peinador. A veces el chico, mientras la peinaba, le ofrecía entradas para el baile de disfraces.
Después se marchaba. Subía de nuevo las calles, llegaba a la «Croix Rouge»; recogía sus zuecos que había escondido por la mañana debajo de un banco y se acomodaba en su sitio entre los viajeros impacientes. Algunos se apeaban al pie de la cuesta. Ella se quedaba sola en la diligencia.
A cada vuelta se veían cada vez mejor todas las luces de la ciudad que formaban un amplio vapor luminoso por encima de las casas amontonadas. Emma se ponía de rodillas sobre los cojines y se le perdía la mirada en aquel deslumbramiento. Sollozaba, llamaba a León, y le enviaba palabras tiernas y besos que se perdían en el viento.
Había en la cuesta un pobre diablo que vagabundeaba con su bastón por en medio de las diligencias. Un montón de harapos cubría sus hombros y un viejo sombrero desfondado que se había redondeado como una palangana le tapaba la cara; pero cuando se lo quitaba descubría, en lugar de párpados, dos órbitas abiertas todas ensangrentadas. La carne se deshilachaba en jirones rojos, y de allí corrían líquidos que se coagulaban en costras verdes hasta la nariz cuyas aletas negras sorbían convulsivamente. Para hablar echaba hacia atrás la cabeza con una risa idiota; entonces sus pupilas azuladas, girando con un movimiento continuo, iban a estrellarse hacia las sienes, al borde de la llaga viva.

Madame Bovary, 8


-¿Cree usted -añadió él- que no se va a dar cuenta de sus pequeños robos ese pobre hombre?
Emma se desplomó más abatida que si hubiese recibido un mazazo. Él se paseaba desde la ventana a la mesa, sin dejar de repetir:
-¡Ah!, ya lo creo que lo enseñaré... sí que se lo enseñaré...
Después se acercó a ella, y con voz suave:
-No es divertido, lo sé; después de todo nadie se ha muerto por esto, y como es el único medio que le queda de devolverme mi dinero...
-¿Pero dónde encontrarlo? --dijo Emma retorciéndose los brazos.
-¡Ah, bah!, ¡cuando, como usted, se tienen amigos!
Y la miraba de una manera tan penetrante y tan terrible que ella tembló hasta las entrañas.
-Se lo prometo -dijo ella-, firmaré...
-¡Ya estoy harto de sus firmas!
-¡Volveré a vender...!
-¡Vamos! -dijo él encogiéndose de hombros-, ya no le queda nada.
Y llamó por la mirilla que daba a la tienda.
-¡Anita!, no olvides los tres cupones del número 14.
Apareció la sirvienta; Emma comprendió, y preguntó cuánto dinero necesitaría para detener todas las diligencias.
-¡Es demasiado tarde!
-¿Pero si trajera algunos miles de francos, la cuarta parte del total, la tercera, casi todo?
-Pues no, ¡es inútil!
Y la empujaba suavemente hacia la escalera.
-Le conjuro, señor Lheureux, ¡unos días más!
Ella sollozaba.
-Vaya, bueno, ¡lagrimitas!
-¡Usted me desespera!
-¡Me trae sin cuidado -dijo él volviendo a cerrar la puerta.

domingo, 29 de enero de 2012

Madame Bovary, 7


Chasqueó la lengua. Los dos animales corrían. Largos helechos a orilla del camino  prendían en el estribo de Emma. Rodolfo, sin pararse, se inclinaba y los retiraba al mismo  tiempo. Otras veces, para apartar las ramas, pasaba cerca de ella, y Emma sentía su rodilla rozarle la pierna. El cielo se había vuelto azul. No se movía una hoja. Había grandes espacios llenos de brezos completamente floridos, y mantos de violetas alternaban con el revoltijo de los árboles, que eran grises, leonados o dorados, según la diversidad de los follajes. A menudo se oía bajo los matorrales deslizarse un leve batir de alas, o bien el graznido ronco y suave de los cuervos, que levantaban el vuelo entre los robles. Se apearon. Rodolfo ató los caballos. Ella iba delante, sobre el musgo, entre las rodadas.
Pero su vestido demasiado largo la estorbaba aunque lo llevaba levantado por la cola, y Rodolfo, caminando detrás de ella, contemplaba entre aquella tela negra y la botina negra, la delicadeza de su media blanca, que le parecía algo de su desnudez. Emma se paró.
-Estoy cansada -dijo.
-¡Vamos, siga intentando! -repuso él-. ¡Ánimo!
Después, cien pasos más adelante, se paró de nuevo; y a través de su velo, que desde su sombrero de hombre bajaba oblicuamente sobre sus caderas, se distinguía su cara en una
transparencia azulada, como si nadara bajo olas de azul.
-¿Pero adónde vamos?
Él no contestó nada. Ella respiraba de una forma entrecortada. Rodolfo miraba alrededor de él y se mordía el bigote.
Llegaron a un sitio más despejado donde habían hecho cortas de árboles. Se sentaron
sobre un tronco, y Rodolfo empezó a hablarle de su amor.
No la asustó nada al principio con cumplidos. Estuvo tranquilo, serio, melancólico. Emma le escuchaba con la cabeza baja, mientras que con la punta de su pie removía unas virutas en el suelo.
Pero en esta frase:
-¿Acaso nuestros destinos no son ya comunes?
-¡Pues no! -respondió ella-. Usted lo sabe bien. Es imposible.
Emma se levantó para marchar. Él la cogió por la muñeca. Ella se paró. Después,  habiéndole contemplado unos minutos con ojos enamorados y completamente húmedos,
le dijo vivamente:
-¡Vaya!, no hablemos más de esto... ¿dónde están los caballos? ¡Volvámonos!
Él tuvo un gesto de cólera y de fastidio. Ella repitió:
-¿Dónde están los caballos?, ¿dónde están los caballos?

Madame Bovary, 6


-¿Está usted enamorado? -dijo ella tosiendo un poco.
-¡Eh!, ¡eh!, ¿quién sabe?-contestó Rodolfo.
El prado empezaba a llenarse, y las amas de casa tropezaban con sus grandes paraguas, sus cestos y sus chiquillos. A menudo había que apartarse delante de una larga fila de campesinas, criadas, con medias azules, zapatos bajos, sortijas de plata, y que olían a leche cuando se pasaba al lado de ellas. Caminaban cogidas de la mano, y se extendían a todo lo largo de la pradera, desde la línea de los álamos temblones hasta la tienda del banquete. Pero era el momento del concurso, y los agricultores, unos detrás de otros, entraban en una especie de hipódromo formado por una larga cuerda sostenida por unos palos.
Allí estaban los animales, con la cabeza vuelta hacia la cuerda, y alineando confusamente sus grupas desiguales. Había cerdos adormilados que hundían en la tierra sus hocicos; terneros que mugían; ovejas que balaban; las vacas, con una pata doblada, descansaban su panza sobre la hierba, y rumiando lentamente abrían y cerraban sus pesados párpados a causa de las moscas que zumbaban a su alrededor. Unos carreteros remangados sostenían por el ronzal caballos sementales encabritados que relinchaban con todas sus fuerzas hacia donde estaban las yeguas. Éstas permanecían sosegadas, alargando la cabeza y con las crines colgando, mientras que sus potros descansaban a su sombra o iban a mamar; y de vez en cuando, y sobre la larga ondulación de todos estos cuerpos amontonados, se veía alzarse el viento, como una ola, alguna crin blanca, o sobresalir unos cuernos puntiagudos, y cabezas de hombres que corrían. En lugar aparte, fuera del vallado, cien pasos más lejos, había un gran toro negro con bozal que llevaba un anillo de hierro en el morro, tan inmóvil como un animal de bronce. Un niño andrajoso lo sostenía por una cuerda. Entretanto, entre las dos hileras, unos señores se acercaban con paso grave examinando cada animal y después se consultaban en voz baja. Uno de ellos,  que parecía más importante, tomaba, al paso, notas en un cuaderno. Era el presidente del  jurado: el señor Derozerays de la Panville. Tan pronto como reconoció a Rodolfo se adelantó rápidamente y le dijo sonriendo con un aire amable:
-¿Cómo, señor Boulanger, nos abandona usted?
Rodolfo aseguró que volvería. Pero cuando el presidente desapareció dijo:
-Por supuesto que no iré; voy mejor acompañado con usted que con él.

Cartago



La luna se asomaba a ras de las olas, y, en la ciudad todavía envuelta en tinieblas, brillaban unos puntos de luz, algunas cosas blancas: el timón de un carro en un patio, algún harapo colgado, la esquina de una pared, un collar de oro en el pecho de un dios. Las bolas de vidrio en los tejados de los templos brillaban, aquí y allí, como gruesos diamantes. Pero vagas ruinas, montones de tierra negra, jardines formaban masas más oscuras en la oscuridad, y en la parte baja de Malqua, se extendían de una casa a la otra las redes de los pescadores, como gigantescos murciélagos con sus alas desplegadas. Ya no se oía el chirrido de las ruedas hidráulicas que llevaban el agua al último piso de los palacios; y en el centro de las terrazas reposaban tranquilamente los camellos, acostados sobre el vientre, como los avestruces. Los porteros dormían en las calles contra el umbral de las casas; la sombra de los colosos se alargaba en las plazas desiertas; a lo lejos a veces el humo de un sacrificio todavía ardiendo se escapaba por las tejas de bronce, y la brisa pesada traía con perfumes de especias los olores de la marina y la exhalación de las murallas calentadas por el sol. Alrededor de Cartago las olas inmóviles resplandecían, pues la luna extendía su luz a la vez sobre el golfo rodeado de montañas y sobre el lago de Túnez, donde los flamencos entre los bancos de arena formaban lasgas líneas rosas, mientras que más allá, bajo las catacumbas, la gran luna salada resplandecía como un trozo de plata. La bóveda del cielo se hundía en el horizonte, por un lado en la polvareda de las llanuras, por el otro en las brumas del mar, y en la cima de la Acrópolis los cipreses piramidales que bordeaban el templo de Eshmún se mecían y producían un murmullo, como las olas normales que batían lentamente a lo largo del muelle, al pie de las murallas.

Gustave Flaubert, Salammbô

martes, 24 de enero de 2012

Madame Bovary, 5


El día siguiente fue para Emma un día fúnebre. Todo le pareció envuelto en una atmósfera negra que flotaba confusamente sobre el exterior de las cosas, y la pena se hundía en su alma con aullidos suaves, como hace el viento en los castillos abandonados. Era ese ensueño que nos hacemos sobre lo que ya no volverá, el cansancio que nos invade después de cada tarea realizada, ese dolor, en fin, que nos causa la interrupción de todo movimiento habitual, el cese brusco de una vibración prolongada.
Como al regreso de la Vaubyessard, cuando las contradanzas le daban vueltas en la cabeza, tenía una melancolía taciturna, una desesperación adormecida. León se le volvía a aparecer más alto, más guapo, más suave, más difuso; aunque estuviese separado de ella, no la había abandonado, estaba allí, y las paredes de la casa parecían su sombra. Emma no podía apartar su vista de aquella alfombra que él había pisado, de aquellos muebles vacíos donde se había sentado. El río seguía corriendo y hacía avanzar lentamente sus pequeñas olas a lo largo de la ribera resbaladiza. Por ella se habían paseado muchas veces, con aquel mismo murmullo del agua, sobre las piedras cubiertas de musgo. ¡Qué buenas jornadas de sol habían tenido!, ¡qué tardes más buenas, solos, a la sombra, al fondo del jardín! El leía en voz alta, descubierto, sentado en un taburete de palos secos; el viento fresco de la pradera hacía temblar las páginas del libro y las capuchinas del cenador... ¡Ah!, ¡se había ido el único encanto de su vida, la única esperanza posible de una felicidad! ¿Cómo no se había apoderado de aquella ventura cuando se le presentó? ¿Por qué no lo había retenido con las dos manos, con las dos rodillas, cuando quería escaparse? Y se maldijo por no haber amado a León; tuvo sed de sus labios. Le entraron ganas de correr a unirse con él, de echarse en sus brazos, de decirle: «¡Soy yo, soy tuya!» Pero las dificultades de la empresa la contenían, y sus deseos, aumentados con el disgusto, no hacían sino avivarse más.

Madame Bovary, 4


Pero era sobre todo a la hora de las comidas cuando Emma no podía más, en aquella salita de la planta baja, con la estufa que humeaba, la puerta que chirriaba, las paredes que rezumaban, los suelos húmedos; toda la amargura de la existencia le parecía servida en su plato, y, con el humo de la sopa, subían del fondo de su alma como otras tantas bufaradas de desánimo. Carlos comía muy despacio; Emma roía unas avellanas, o bien, apoyada en el codo, se entretenía en hacer rayas en el hule con la punta del cuchillo.
Ahora dejaba todo en la casa manga por hombro, y cuando madame Bovary madre fue a pasar en Tostes una parte de la cuaresma, le extrañó mucho aquel cambio. Y es que Emma, antes tan cuidadosa y delicada, ahora se pasaba los días enteros sin vestirse, llevaba medias grises de algodón, se alumbraba con velas. Repetía que había que economizar, porque no eran ricos, añadiendo que estaba muy contenta, que era muy feliz, que Tostes le gustaba mucho, y otras cosas nuevas que le tapaban la boca a la suegra. Por lo demás, Emma no parecía dispuesta a seguir sus consejos; hasta una vez que a madame Bovary madre se le ocurrió decir que los amos debían cuidarse de la religión de los criados, Emma le replicó con una mirada tan colérica y con una sonrisa tan fría, que la buena mujer no volvió a intervenir.
Emma se volvía difícil, caprichosa. Encargaba platos para ella, luego no los tocaba, un día o bebía más que leche pura, y al día siguiente, tazas de té a docenas. Muchas veces se obstinaba en no salir; al poco rato se ahogaba, abría las ventanas, se ponía un vestido ligero. Después de echar una buena bronca a la criada, le hacía regalos o la mandaba a pasar el rato a casa de las vecinas, de la misma manera que a veces echaba a los pobres todas las monedas blancas de su bolsa, aunque no era tierna ni fácilmente asequible a la emoción ajena, como la mayor parte de las personas de familia campesina, que conservan siempre en el alma algo de la callosidad de las manos paternas.
A finales de febrero, el tío Rouault, en recuerdo de su curación, le trajo él mismo a su yerno un magnífico pavo, y se quedó tres días en Tostes. Como Carlos estaba haciendo la visita a sus enfermos, Emma acompañó al padre. Este fumó en la habitación, escupió en los morillos, habló de labranza, de terneros, de vacas, de aves de corral y de concejo; tanto que, cuando se marchó el hombre, Emma cerró la puerta con un sentimiento de satisfacción que a ella misma la sorprendió. Además, ya no disimulaba su desprecio por nada ni por nadie; y a veces daba en expresar opiniones singulares, censurando lo que los demás aprobaban y aprobando, con gran asombro de su marido, cosas perversas o inmorales.
¿Y aquella miseria iba a durar siempre? ¿No iba a salir nunca de ella? ¡Y sin embargo, ella, Emma, valía tanto como todas las que vivían felices! Había visto en La Vaubyessard duquesas menos esbeltas que ella y con modales más vulgares, y Emma execraba la injusticia de Dios; apoyaba la cabeza en la pared para llorar; envidiaba las vidas tumultuosas, los bailes de máscaras, los insolentes placeres con todos los arrebatos que ella no conocía y que debían de dar.
Palidecía y tenía palpitaciones. Carlos le recetó valeriana y baños de alcanfor. Todo lo que probaban parecía irritarla más.

miércoles, 18 de enero de 2012

Madame Bovary, 3


Era mediodía; las casas tenían cerrados los postigos, y los tejados de pizarras, que relucían bajo la áspera luz del cielo azul, parecían echar chispas en la cresta de sus hastiales. Soplaba un viento pesado, Emma se sentía débil al caminar; los guijarros de la acera la herían; vaciló entre volverse a su casa o entrar en algún sitio a descansar.
En aquel momento, el señor León salió de un portal cercano con un legajo de papeles bajo el brazo. Se acercó a saludarle y se puso a la sombra delante de la tienda de Lheureux, bajo el toldo gris que sobresalía. Madame Bovary dijo que iba a ver a su niña, pero que ya empezaba a estar cansada.
-Si... -replicó el señor León, sin atreverse a proseguir.
-¿Tiene que hacer algo en alguna parte? -le preguntó Emma.
Y a la respuesta del pasante, le pidió que la acompañara. Aquella misma noche se supo en Yonville, y la señora Tuvache, la mujer del alcalde, comentó delante de su criada que «Madame Bovary se comprometía».
Para llegar a casa de la nodriza había que girar a la izquierda, después de la calle, como para ir al cementerio, y seguir entre casitas y corrales un pequeño sendero, bordeado de alheñas. Estaban en flor lo mismo que las verónicas y los agavanzos, las ortigas y las zarzas que sobresalían de los matorrales. Por el hueco de los setos se percibían en las casuchas algún cochino en un estercolero, algunas vacas atadas frotando sus cuernos contra el tronco de los árboles. Los dos caminaban juntos, despacio, ella apoyándose en él y conteniéndole el paso que él acompasaba al de ella; por delante, un enjambre de moscas revoloteaba zumbando en el aire cálido. 

Madame Bovary, 2


¡Cuántas confidencias le hacía a su perra galga! Se las hubiera hecho a los troncos de su chimenea y al péndulo de su reloj.
En el fondo de su alma, sin embargo, esperaba un acontecimiento. Como los náufragos, paseaba sobre la soledad de su vida sus ojos desesperados, buscando a lo lejos alguna vela blanca en las brumas del horizonte. No sabía cuál sería su suerte, el viento que la llevaría hasta ella, hacia qué orilla la conduciría, si sería chalupa o buque de tres puentes, cargado de angustias o lleno de felicidades hasta los topes. Pero cada mañana, al despertar, lo esperaba para aquel día, y escuchaba todos los ruidos, se levantaba sobresaltada, se extrañaba que no viniera; después, al ponerse el sol, más triste cada vez, deseaba estar ya en el día siguiente.
Volvió la primavera. Tuvo sofocaciones en los primeros calores, cuando florecieron los perales.
Desde el principio de julio contó con los dedos cuántas semanas le faltaban para llegar al mes de octubre, pensando que el marqués d´Andervilliers tal vez daría otro baile en la Vaubyessard. Pero todo septiembre pasó sin cartas ni visitas. Después del fastidio de esta decepción, su corazón volvió a quedarse vacío, y entonces empezó de nuevo la serie de las jornadas iguales. Y ahora iban a seguir una tras otra, siempre idénticas, inacabables y sin aportar nada nuevo. Las otras existencias, por
monótonas que fueran, tenían al menos la oportunidad de un acontecimiento. Una aventura ocasionaba a veces peripecias hasta el infinito y cambiaba el decorado. Pero para ella nada ocurría. ¡Dios lo había querido! El porvenir era un corredor todo negro, y que tenía en el fondo su puerta bien cerrada.
Abandonó la música. ¿Para qué tocar?, ¿quién la escucharía? Como nunca podría, con un traje de terciopelo de manga corta, en un piano de Erard, en un concierto, tocando con sus dedos ligeros las teclas de marfil, sentir como una brisa circular a su alrededor como un murmullo de éxtasis, no valía la pena aburrirse estudiando. Dejó en el armario las carpetas de dibujo y el bordado. ¿Para qué? ¿Para qué? La costura le irritaba.
-Lo he leído todo -se decía.
Y se quedaba poniendo las tenazas al rojo en la chimenea o viendo caer la lluvia.

Madame Bovary, 1


Hasta el momento, ¿qué había tenido de bueno su vida? ¿Su época de colegio, donde permanecía encerrado entre aquellas altas paredes, solo en medio de sus compañeros más ricos o más adelantados que él en sus clases, a quienes hacía reír con su acento, que se burlaban de su atuendo, y cuyas mamás venían al locutorio con pasteles en sus manguitos? Después, cuando estudiaba medicina y mamá no tenía bastante dinero para pagar la contradanza a alguna obrerita que llegase a ser su amante. Más tarde había vivido catorce meses con la viuda, que en la cama tenía los pies fríos como témpanos. Pero ahora poseía de por vida a esta linda mujer a la que adoraba. El Universo para él no sobrepasaba el contorno sedoso de su falda; y se acusaba de no amarla; tenía ganas de volver a verla; regresaba pronto a casa; subía la escalera con el corazón palpitante. Emma estaba arreglándose en su habitación; él llegaba sin hacer el mínimo ruido, la besaba en la espalda, ella lanzaba un grito.
Él no podía aguantarse sin tocar continuamente su peine, sus sortijas, su pañoleta; algunas veces le daba en las mejillas grandes besos con toda la boca, o bien besitos en fila a todo lo largo de su brazo desnudo, desde la punta de los dedos hasta el hombro; y ella lo rechazaba entre sonriente y enfadada, como se hace a un niño que se te cuelga encima.
Antes de casarse, ella había creído estar enamorada, pero como la felicidad resultante de este amor no había llegado, debía de haberse equivocado, pensaba, y Emma trataba de saber lo que significaban justamente en la vida las palabras felicidad, pasión, embriaguez, que tan hermosas le habían parecido en los libros.


jueves, 12 de enero de 2012

Bright Star

Bright star, would I were steadfast as thou art -
Not in lone splendour hung aloft the night
And watching, with eternal lids apart,
Like Nature's patient, sleepless Eremite,
The moving waters at their priestlike task
Of pure ablution round earth's human shores,
Or gazing on the new soft-fallen mask
Of snow upon the mountains and the moors -
No - yet still stedfast, still unchangeable,
Pillow'd upon my fair love's ripening breast,
To feel for ever its soft fall and swell,
Awake for ever in a sweet unrest,
Still, still to hear her tender-taken breath,
And so live ever - or else swoon to death.

martes, 10 de enero de 2012

Oda a un ruiseñor (versión de Alejandro Valero)



I
Me duele el corazón, y un sopor doloroso
aturde mis sentido, cual si hubiera bebido
cicuta o apurado un pesado narcótico
hace poco y me hubiera hundido en el Leteo:
no es por sentir envidia de tu feliz estado,
sino por el exceso de dicha que me infundes
cuando, dríada de alas ligeras de los árboles,
en algún escondite melodioso
de frondosos hayedos y sombras incontables,
le cantas al estío con voz resuelta y plena.

II

¡Ah, si bebiera un sorbo del vino que se enfría
mucho tiempo en el seno de la tierra y que guarda
el sabor de praderas y de Flora, y de cantos
y bailes provenzales, y del gozo soleado!
¡Si tuviera una copa con vino del Sur tibio,
llena del sonrojado y auténtico Hipocrene,
borboteando al borde las burbujas ligadas,
con la boca de púrpura teñida,
y que al beber me aleje del mundo sin ser visto
y me pierda contigo por la espesura umbría!

III

Perderme en lo lejano, disiparme, olvidar
lo que no has conocido jamás entre las ramas:
el hastío, la fiebre, la angustia que se siente
aquí donde los hombres se escuchan sus gemidos,
donde el temblor sacude las tristes canas últimas,
donde la juventud muere exangüe y escuálida,
donde el solo pensar nos llena de zozobra
y desesperación con ojos decaídos,
y la Belleza pierde su mirada esplendente
que un nuevo Amor no ama más allá de mañana.   

IV

¡Lejos, lejos! Pues voy a volar hacia ti,
no montado en el carro de Baco y sus leopardos,
sino en las invisibles alas de la Poesía,
aunque la mente torpe se retarde, perpleja.
¡Ya estoy aquí contigo! Esta noche es tan tierna,
Y quizás en su trono está la Reina Luna
con sus hadas estrellas que alrededor se apiñan;
pero en este lugar la luz no existe,
salvo la que las brisas impulsan desde el cielo
por sendas serpenteantes de musgo y fronda oscura.

V

No puedo ver las flores que están bajo mis pies,
ni el delicado incienso que pende de las ramas,
pero entre las fragantes tinieblas adivino
los encantos que ofrece esta estación propicia
a la hierba y al soto, al frutal de los bosques,
al brezo pastoril y a los espinos blancos,
a violetas marchitas cubiertas de hojarasca,
               y a la hija primogénita del mayo ya mediado:
rosa almizcleña en ciernes, cubierta de rocío,
de un zumbido de insectos en tardes estivales.

VI

Escucho entre las sombras; y he estado muchas veces
un poco enamorado de la Muerte apacible;
le he dado dulces nombres en versos abstraídos
para que fuera al aire mi aliento sosegado;
y ahora más que nunca morir parece hermoso,
sin dolor extinguirse en medio de la noche,
mientras que tú derramas tu alma hacia lo lejos,
¡absorto en ese éxtasis!
Seguirías cantando para mi oído en vano,
pues yo sería tierra para tu intenso réquiem.

VII

¡Oh, Pájaro inmortal, no es para ti la muerte!
Ni las generaciones hambrientas te han pisado.
La voz que oigo esta noche fugaz ya la escucharon
antaño el soberano igual que el campesino:
quizás el mismo canto que encontró una vereda
por el corazón triste de Ruth que, con nostalgia
del hogar, lloró en medio del maizal extranjero;
el mismo que hechizara algunas veces
las mágicas ventanas, que se abrían a mares
peligrosos, en tierras de encanto ya olvidadas.

VIII

“¡Olvidadas!” Palabra que tañe cual campana
que de ti me sapara hacia mis soledades.
¡Adiós! La fantasía, geniecillo embustero,
no es tan buena engañando como su fama indica.
¡Adiós! ¡Adiós! Tu himno lastimero se pierde
más allá de estos prados, sobre el arroyo quieto,
ladera arriba, y luego penetra hondo en la tierra
               de los claros del valle colindante.
¿Fue aquello una visión o un sueño de vigilia?
Ya se esfumó esa música. ¿Duermo o estoy despierto?

lunes, 9 de enero de 2012

Endimión (fragmento)


Una cosa bella es un goce eterno:
Su hermosura va creciendo
Y jamás caerá en la nada;
Antes conservará para nosotros
Un plácido retiro,
Un sueño lleno de dulces sueños,
La salud, un relajado alentar.
Así, cada mañana trenzamos una
Guirnalda de flores que nos ata a la tierra,
A pesar del desaliento, a la inhumana
Falta de naturalezas nobles,
A los días nublados,
A todos los caminos insanos y lóbregos
Abiertos a nuestra búsqueda:
Si, pese a todo, alguna bella forma
Alza el paño mortuorio
De nuestro espíritu ensombrecido.
Como el sol, la luna, los árboles ancianos y los nuevos
Tendiendo su sombra cálida sobre los rebaños;
Como también los narcisos
Y el universo verde en el que moran,
Y los claros arroyos que fluyendo
Frescos hacia el estío,
Y el claro en medio del bosque
Manchado de rosas silvestres;
Y así el sublime destino
Que imaginamos para los grandes muertos;
Todos los deliciosos cuentos que oímos o leímos:
Fuente eterna de una linfa inmortal
Que cae sobre nosotros desde la orilla del cielo.

John Keats, Endymion

En la muerte de John Keats



I


Murió Adonais y por su muerte lloro.
Llorad por Adonais, aunque las lágrimas
no deshagan la escarcha que les cubre.
Y tú, su hora fatal, la que, entre todas,
fuiste elegida para nuestro daño,
despierta a tus oscuras compañeras,
muéstrales tu tristeza y di: conmigo
murió Adonais, y en tanto que el futuro
a olvidar al pasado no se atreva,
perdurarán su fama y su destino
como una luz y un eco eternamente.



II

Oh poderosa madre, ¿dónde estabas
cuando él murió, cuando cayó tu hijo
bajo las flechas que lo oscuro cruzan?
¿En dónde estaba la perdida Urania,
cuando él murió?... Con sus velados ojos
permanecía atenta entre los Ecos,
allá en su Edén… De nuevo vida daba
alguien, con suave y amoroso aliento,
a todas las marchitas melodías,
con las que, como flores que se mofan
del sepulto cadáver, adornaba
el futuro volumen de la muerte.





III

Llora por Adonais puesto que ha muerto.
Oh madre melancólica, despierta,
despierta y vela y llora todavía.
Apaga cerca de su ardiente lecho
tus encendidas lágrimas y deja
que tu clamante corazón, lo mismo
que el suyo, guarde un impasible sueño.
El cayó ya en el hueco a donde todo
cuanto hermoso y noble descendiera.
No sueñes, ay, que el amoroso abismo
te lo devuelva al aire de la vida.
Su muda voz la devoró la muerte,
que ahora se ríe al vernos sin consuelo.



LIV


Esa luz que ilumina el Universo
con su sonrisa, esa Belleza siempre
inagotable que circula en todos
los seres, esa Gracia que no extingue
la oscura maldición del nacimiento,
ese Amor perdurable que traspasa
con su luciente o turbio ardor la tela
de la existencia, urdida ciegamente
por hombres, animales, vientos, tierra
y mar –espejos todos del gran fuego
que en un total anhelo los enciende-,
ahora destella sobre mí y consum
de la mortalidad la última niebla.



LV


El poderoso aliento que he invocdo
en este canto, sobre mí desciende.
La barca de mi espíritu es llevada
a gran distancia de la orilla, lejos
del miedoso tropel cuyos navíos
jamás la vela a la tormenta dieron.
Se resquebajan la maciza tierra
y los redondos cielos. Soy raptado
a una temible lejanía oscura…
Mientras el alma de Adonais, que arde
como un astro, a través del postrer velo
del firmamento, brilla y me ilumina
desde la estancia de los Inmortales.

P. B. Shelley, Adonais (fragmentos del principio y el final)