sábado, 26 de enero de 2013

Edgar Allan Poe (1909-1940)


(El corazón delator, 2.3)


En Estados Unidos, país en el que vivió casi toda su breve y sobresaltada vida, Edgar Allan Poe llegó a ser considerado, en sus momentos de éxito, sobre todo a raíz de El cuervo, la mejor representación del romanticismo norteamericano. Es cierto que él había partido de poetas románticos ingleses como Byron o Coleridge, cuyo poema El viejo marino tuvo mucho que ver en la novela Arthur Gordon Pym. En Europa, sin embargo, se le consideró ya un poeta moderno, sobre todo a raíz de las traducciones de sus cuentos que escribió Baudelaire, en las que rebajaba el tono un tanto arcaizante de su prosa. Pero El cuervo era, además del mejor ejemplo de romanticismo norteamericano, el poema fundacional de la modernidad europea.
               En su Filosofía de la composición, Poe explica cómo compuso este poema. Nada de raptos líricos ni sorprendentes pesadillas, que sí alimentarían muchos de sus cuentos. El poema no nacía de la necesidad de decir algo sino del modo más conveniente de sugerir algo. Poe no quería contar una historia en ese poema sino crear una atmósfera perfectamente calculada para transmitir una sensación. Su método, el mismo que en sus cuentos, era la atmósfera asfixiante, la extrema precisión en los detalles, el miedo que produce un ruido repetido en medio de la oscuridad, o la obsesión por el ritmo y la rima (nevermore, nevermore). Poe consideraba que la poesía era “creación rítmica de belleza”, una definición que cuadraría perfectamente a todas las escuelas poéticas que surgieron en Europa con Baudelaire. Esta visión de la poesía como un arte combinatoria es coherente con la afición de Poe a las deducciones y los criptogramas, que publicó en diferentes revistas, y que con el tiempo le harían fundar, en Los crímenes de la calle Morgue, el moderno relato de detectives.
               Comparada con su producción en prosa, la obra poética de Poe es bastante escasa. Si Poe comenzó a publicar relatos breves fue por razones económicas. Poe también es pionero en empeñarse  en vivir de la literatura, al precio que fuera. Y el precio, con frecuencia, era muy alto. Poe toleraba mal trabajar para una revista que había multiplicado sus lectores gracias a él y que le pagaba un sueldo miserable. Allí publicaba las más puntiagudas críticas literarias y los relatos más espeluznantes, se ganaba infinidad de enemigos y su carácter colérico, sureño, le jugaba malas pasadas. Sus intermitentes pero terribles batallas perdidas con el alcohol lo terminaban echando de todas las revistas a las que había hecho crecer. Lo contrataban porque era muy bueno, y lo echaban porque era muy raro. De vez en cuando desaparecía unos días y regresaba envuelto en alcohol y lleno de heridas en el cuerpo y, más concretamente, en el cerebro.
               A la altura de 1835, con 26 años, Poe ya es Poe. Ya escribe Berenice, y poco después aparecerán la Narración de Arthur Gordon Pym, Ligeia, su relato breve favorito, o La caída de la casa Usher.  En todas estas obras hay un lado sádico y tétrico que marcarían buena parte de sus más célebres relatos. Sin embargo, como para compensar ese punto de vista y evitar que lo acusasen de morbosidad, escribía también los cuentos analíticos, como El misterio de Marie Roget, donde, no obstante, tampoco renuncia a los detalles escabrosos.
               Su vida es un desastre con frecuencia: pasa temporadas de sosiego y escritura y otras de locura y disipación. Su mujer, prima suya, muy joven, aficionada al canto, ha contraído una tuberculosis galopante que la llevará a la tumba. Poe termina de escribir El cuervo, un poema que lo acompañó toda su vida, y alterna los relatos más novelescos y, digamos, matemáticos (El escarabajo de oro, La carta robada, William Wilson) con el aire siniestro y enloquecido, pero siempre interesante y profundo, de El tonel de amontillado o La verdad sobre el caso del señor Valdemar. Pero unos y otros comparten las obsesiones literarias de Poe: el crescendo infatigable del relato, la ambigüedad que nace de la precisión, la hiperestesia, su extraordinaria inteligencia analítica y su imaginación meticulosa y macabra.
               Poco antes de morir escribió un ensayo de cosmología, Eureka, y un espléndido poema, Ulalume. Murió en circunstancias tan espantosas como sus peores ficciones. Pocos años antes, en una de sus escasas épocas de paz y felicidad, en la felicidad del campo, escribió El entierro prematuro. Su mundo no dependía de sus debilidades sino, como él dijo, al revés: “No me vuelvo loco cuando bebo, sino que bebo cuando me vuelvo loco.” En sus últimos días, con tantas desgracias a cuestas, presentía su fin. Su alto concepto de sí mismo le impidió aprovechar buenas oportunidades de llevar una vida desahogada, pero esa misma soberbia no habría podido imaginar que casi dos siglos después sus cuentos sigan siendo para mucha gente la mejor puerta de acceso a la literatura, en Estados Unidos, en Europa y en el mundo entero.