miércoles, 19 de marzo de 2014

Maupassant


Guy de Maupassant (1850-1893) estuvo, desde los inicios de su carrera, en el centro de lo más granado de la literatura francesa de su tiempo. Alternó con Zola o Huysmans, el primero gran apóstol del naturalismo, y el segundo un curioso ejemplo de transición abrupta entre el naturalismo más ortodoxo y el más exótico decadentismo. Pero su maestro fue Flaubert, con quien mantuvo una relación de abnegado discípulo y de quien aprendió dos máximas imprescindibles: la observación escrupulosa del entorno y un lenguaje preciso y depurado. Al igual que Flaubert, pensaba que “el talento es solo mucha paciencia”, y eso se nota en la cuidada composición de sus cuentos, la impersonalidad o desaparición del narrador, en la selección de detalles de mímesis con valor simbólico, y también en la concepción del ser humano como alguien inevitablemente abocado a la estupidez. Maupassant también apostó por el rechazo del final tradicional (lo que daba pie a anagnórisis y sorpresas) y la relatividad del punto de vista.
            Como buen naturalista, Maupassant muestra su visión lúgubre, cínica y desapasionada de la vida de las personas y de sus circunstancias. Su trabajo en el Ministerio de Marina le dio abundante material para escribir sobre los burócratas (Los domingos de un burgués) o los militares (Bola de sebo, Bel Ami), a los que invariablemente trata como a fanfarrones traidores a la patria.
            Pero también hay un Maupassant enfermo de neurosis que sufría alucinaciones y era víctima de su propia fantasía. Él mismo participaba en la creencia un tanto literaria de ser un hombre poseído por la personalidad de un difunto. El tema del doble es muy habitual en su obra, y de ahí el mundo de los fantasmas como parte de sus conflictos psicopatológicos.
            En el género fantástico son patentes las influencias de Hoffmann y Poe. En todos estos cuentos, la locura es el tema central, el horror cotidiano, el detalle maligno, la percepción morbosa, el fetichismo, la obsesión por partes del cuerpo, etc.
            Entre los relatos naturalistas, el más famoso es Bola de sebo; entre los fantásticos, El Horla.
            Bola de sebo sucede en el transcurso de la Guerra Franco-prusiana. Los personajes viajan en una carroza, pero al llegar al frente un soldado prusiano exige los favores de uno de los viajeros, una cortesana. Esta mujer, Elisabeth Russet, Bola de sebo, durante el trayecto había compartido sus víveres con los otros viajeros, un matrimonio de la aristocracia campesina, otras dos parejas de comerciantes burgueses, dos monjas y un demócrata furibundo que primero le piden e incluso le ordenan que transija con los caprichos del soldado, pero después de conseguirlo no dudan en negarle el alimento y despreciarla por comerciar con su cuerpo.
            El Horla, del que Maupassant publicó varias versiones (como si el propio cuento tuviera varias personalidades), cuenta la historia de un hombre que empieza a tener fuertes neuralgias y horrorosas pesadillas, y decide marchar a un lugar tan romántico y fantasmagórico como Mont Saint Michel. Allí descubre que alguien más está en la casa. Alguien, y no fue él, a no ser que fuera sonámbulo, bebió agua durante la noche. Pero las pruebas que intenta dejan claro que no ha sido él sino alguien que acecha. En su regreso a París se somete a una hipnosis, y él mismo la practica, con aviesas intenciones. Pero las crisis vuelven. Alguien invisible corta una flor en su presencia, un fantasma que se apodera de él y dirige sus pasos, alguien a quien, por sus lecturas desbocadas, ha identificado como el Horla. A partir de entonces, todos sus esfuerzos conducen a atraparlo. Consigue encerrarlo en su casa y prenderle fuego, sin acordarse de que dentro permanecen todavía los criados. Como sucede en Poe, la perturbación mental no se sabe a qué parte del cuento afecta, si a su historia o a su narración.