domingo, 19 de octubre de 2014

domingo, 5 de octubre de 2014

Beatus ille


Dichoso el que de pleitos alejado,
cual los del tiempo antigo,
labra sus heredades, no obligado
al logrero enemigo.

Ni la arma en los reales le despierta,
ni tiembla en la mar brava;
huye la plaza y la soberbia puerta
de la ambición esclava.

Su gusto es, o poner la vid crecida
al álamo ayuntada,
contemplar cuál pace, desparcida,
el valle su vacada.

Ya poda el ramo inútil, o ya enjiere
en su vez el extraño;
castra sus colmenas, o si quiere,
tresquila su rebaño.

Pues cuando el padre Otoño muestra fuera
la su frente galana,
con cuánto gozo coge la alta pera,
las uvas como grana.

Y a ti, sacro Silvano, las presenta,
que guardas el ejido,
debajo un roble antiguo ya se asienta,
ya en el prado florido.

El agua en las acequias corre, y cantan
los pájaros sin dueño;
las fuentes al murmullo que levantan,
despiertan dulce sueño.

Y ya que el año cubre campos y cerros
con nieve y con heladas,
o lanza el jabalí con muchos perros
en las redes paradas;

o los golosos tordos, o con liga
o con red engañosa,
o la extranjera grulla en lazo obliga,
que es presa deleitosa.

Con esto, ¿quién del pecho no desprende
cuanto en amor se pasa?
¿Pues qué, si la mujer honesta atiende
los hijos y la casa?

Cual hace la sabina o la calabresa
de andar al sol tostada,
y ya que viene el amo enciende apriesa
la leña no mojada.

Y ataja entre los zarzos los ganados,
y los ordeña luego,
y pone mil manjares no comprados,
y el vino como fuego.

No me serán los rombos más sabrosos,
ni las ostras, ni el mero,
si algunos con levantes furiosos

nos da el invierno fiero.

Horacio, Epodos, 2. Traducción de Fray Luis de León

El charlatán

Horacio, Sátiras, IX.


Iba por la vía Sacra una mañana pensando en las abubillas, según mi costumbre, y todo absorto en mis pensamientos, cuando tropecé un sujeto conocido sólo de nombre, que cogiéndome la mano me preguntó: "¿Qué tal va, querido amigo?", y contestéle: "Perfectamente, como ves, y me tienes a tus órdenes." Quiso acompañarme, le salí al paso diciéndole: "¿Te ocurre algo?", y él me respondió: "Quiero que me conozcas, soy poeta como tú." "Ese título es bastante para que yo te tenga en la mayor estimación". Discurriendo cómo zafarme, ya acelero el paso, ya lo acorto, y finjo dar un recado a mi siervo; el sudor me manaba de pies a cabeza, y murmuré entre dientes: "¡Oh Bolano, quién tuviese tus cascos ligeros!" Mi hombre, resuelto a fastidiarme, elogiaba la ciudad y sus arrabales, y observando que nada le respondía: "Ya veo -me dice- que deseas huir; pero es inútil, porque he determinado seguirte, pues llevamos el mismo camino." "No es necesario que te molestes. Voy a visitar a un amigo que tú no conoces y vive bastante lejos, al otro lado del Tíber, próximo a los jardines de César." "No tengo ningún quehacer, y tampoco soy perezoso; te acompañaré hasta allí".
En resolución, no tuve otro remedio que agachar las orejas, como cl asno que lleva encima una carga superior a sus fuerzas. Aquél proseguía: "Sin vanidad, creo que has de estimarme tanto como a Visco y Vario. ¿Quién sabe improvisar más versos en menos tiempo? ¿Quién me aventaja en el baile? Pues en el canto soy la envidia del mismo Hermógenes." "¿Tienes madre y parientes que conserven tu preciosa salud?" "No, ninguno: a todos los enterré." Dichosos ellos, y ¡ay desventurado de mí! Acaba de matarme, pues me parece llegada la hora que me predijo en la niñez una vieja hechicera sabina, dando vueltas a la urna fatal: "A éste no le matará el veneno ni la espada enemiga, ni el dolor de costado, ni la tisis, ni la gota: un charlatán acabará sus días, cuando sea hombre hecho y derecho: huya, sobre todo, de los charlatanes."
 Llegamos al templo de Vesta a eso de las diez, hora en que mi compinche estaba citado para responder de una fianza, o perderla si no comparecía, y me dijo: "Si me estimas, no me abandones" "Mal rayo me parta si puedo detenerme o entiendo nada de pleitos; voy a la casa que ya sabes"; y me responde: "Me encuentro perplejo. ¿Qué haré? ¿Dejar tu compañía o este dichoso pleito?". "Déjame a mí". "No, jamás", dice, y se me adelanta. Yo le sigo. ¿Quién se atreve a luchar contra el más fuerte? "¿Cómo te trata Mecenas? Es hombre de gran entendimiento y de pocos, pero buenos amigos. ¡Qué bien has sabido aprovechar la ocasión! Si quisieras presentarme a él, hallarías en mí un segundo que te ayudase a dar cuenta de tus rivales". "¡Qué error! Allí se vive de modo muy distinto del que imaginas; no hay en Roma casa más noble ni más libre de bajas pasiones. No temo que me eche de ella quien me aventaje en la riqueza o la sabiduría, pues cada cual ocupa el puesto que le corresponde." "Me
cuentas cosas casi increíbles." "Y sin embargo, verdaderas." "Con tus palabras enciendes mis deseos de acercarme a Mecenas." "Si así lo quieres, tus méritos lo conseguirán muy pronto: no tiene nada de intratable, aunque tampoco se deja ganar a la primera entrevista." "Eso corre de mi cuenta; ganaré los siervos con dádivas, insistiré en la empresa; si un día me dan con la puerta en los hocicos, volveré al día siguiente, y esperaré que salga a la calle para acompañarle. Nada se logra sin penoso trabajo".
Mientras hablaba, he aquí que llega mi caro amigo Fusco Aristio, que conocía bien el poema, me para y me dice: "¿De dónde vienes, adónde vas?", pregunta y contesta a la vez. Yo empecé a darle empellones y a pellizcarle en los brazos yertos, haciéndole señas con los ojos para que me sacase de aquel atolladero; mas el gran bribón riose de mi desgracia e hizo como que no me entendía. La bilis me abrasaba los hígados. "¿No dijiste que tenías que hablarme en secreto?" "Sí, es verdad; pero lo dejo para otra ocasión. Hoy se celebra la fiesta del trigésimo sábado, y no querrás ofender a los circuncisos judíos". "No profeso ninguna religión." "Pues a mí no me sucede lo mismo; soy uno de tantos; dispénsame, hablaremos otro día." ¡Qué negro amaneció hoy el sol para mí! El bergante escapa, y me deja con el cuchillo en la garganta. La suerte quiso que me apareciera la parte contraria de aquel moscardón, gritando con la fuerza de sus pulmones: "¿Adónde vas, infame? Tú me servirás de testigo." "Con mucho gusto", le respondo. Arrastra al charlatán ante el pretor, el escándalo arremolina a los ociosos, y conseguí salvarme con el favor de Apolo.

sábado, 4 de octubre de 2014

Adiós a Roma


Ovidio, Tristia, I, 3

Cuando se me aparece la tristísima visión de aquella noche que fue para mí mis últimos momentos en Roma, cuando de nuevo revivo la noche en que tuve que dejar tantas cosas para mí queridas, todavía ahora de mis ojos resbalan las lágrimas.

Ya estaba  cerca el día en que Augusto me había ordenado partir desde las fronteras  de la más remota Italia.
Ni el tiempo ni el ánimo habían sido bastante apropiados para los preparativos, mis decisiones se habían visto entorpecidas por la prolongada espera.
No puse cuidado en escoger los acompañantes, los criados, los vestidos o lo necesario para mi destierro.
Estaba tan aturdido como el que, herido por el rayo de Jove, está vivo, pero él no es consciente de que vive.
Pero cuando el propio dolor disipó esta niebla de mi mente y recobráronse por fin mis sentidos, a punto de partir, me dirijo por última vez a mis afligidos amigos, que de muchos sólo me acompañaba alguno que otro.
A mí que lloraba, me sostenía mi amante esposa, aun más llorosa, cayendo por sus mejillas sin cesar una lluvia de inmerecidas lágrimas.
No estaba presente mi hija; estaba lejos, en las tierras de África, y no había podido hacerse una idea de mi aciago sino.
Doquiera que mirases, llantos y gemidos se oían y el aspecto del interior de la casa era el de un nada silencioso funeral.
Mujeres y hombres, también los criados, lloran en mi entierro, y no hay rincón en la casa que no se vea anegado por las lágrimas.
Si es lícito servirse de los grandes ejemplos en los incidentes menores, tal era el aspecto de Troya en el momento de su caída.

Ya iban callándose las voces humanas y los ladridos de los perros, y la luna, alta, conducía sus nocturnos caballos.
Yo, levantando hacia ella la mirada, y viendo a su luz el Capitolio que inútilmente estuvo cercano a mi casa, dije:
“Divinidades que habitáis en las moradas vecinas, templos que ya nunca volverán a ver mis ojos, dioses que debo abandonar y que son los de  la alta ciudad de Roma, recibid mi saludo para siempre.
Y aunque cojo el escudo tarde, después de la herida, a pesar de todo, librad mi destierro de odios y al varón celestial explicadle qué equivocación me ha confundido, no piense que hay un crimen en lugar de una falta. Que lo que vosotros sabéis, lo sienta también el autor de mi castigo; aplacado el dios, puedo yo no seguir siendo desgraciado."
Con esta plegaria oré yo a los dioses; con muchas otras mi esposa, entrecortando el sollozo las palabras.
Ella, incluso, postrada ante los Lares, con los cabellos en desorden, besó con sus trémulos labios el apagado hogar y dirigió a los contrarios Penates largos discursos del todo ineficaces  en favor de su desventurado esposo.

Y ya la noche muy avanzada me negaba más tiempo de demora, y ya la Osa Mayor había completado una vuelta sobre su eje.
¿Qué iba yo a hacer? El dulce amor a la patria me retenía, pero esta noche era la última de mi obligado destierro.
¡Ah!, Cuántas veces, ante el agobio de alguno, dije « ¿Por qué te apresuras? Mira de dónde y a dónde te das prisa en marcharte.»
 Cuántas veces dije mintiendo que tenía fijada una hora que sería  la favorable para mi prevista partida.
Tres veces pisé el umbral, tres veces volví sobre mis pasos, y mis propios pies, indulgentes con mi ánimo, se mostraban perezosos. Una y otra vez, tras decir “adiós”, de nuevo reanudé la conversación, y como si ya me marchase, di los últimos besos. Una y otra vez, reiteré los mismos encargos y me engañé remirando con mis ojos las prendas queridas.
Por fin exclamé: « ¿Por qué me doy prisa? Es la Escitia adonde me destierran y tengo que abandonar Roma; la una y la otra justifican la demora.
A mí que aún estoy vivo se me niega para siempre una esposa que está viva, y mi propia casa y los queridos miembros de mi fiel hogar y mis amigos a los que yo he querido como hermanos, ¡corazones unidos a mí con la fidelidad de Teseo! Mientras se me permite, os abrazaré; quizás nunca más podré hacerlo. Por ganancia tengo la hora que se me da.»
Y sin demora, dejo a medias las palabras de mi charla, abrazando a todo lo querido del alma.

Mientras hablo y lloramos, el Lucero del Alba, estrella aciaga para mí, había aparecido con todo  su brillo en el alto cielo.
Me separo no de otra manera que si me desprendiese de mis miembros y una parte pareciese ser arrancada de su cuerpo. De ese modo se dolió Meto cuando tuvo a caballos, dirigidos hacia direcciones opuestas, como vengadores de su traición.
Pero estalla entonces el griterío y los gemidos de los míos y sus desgraciadas manos golpean sus pechos desnudos.
Entonces mi esposa, cuando yo ya me marchaba, colgándose de mis hombros, mezcló con sus lágrimas estas tristes palabras:
«Tú no puedes serme arrancado; juntos, ¡ah!, juntos nos marcharemos los dos”, dijo, “te seguiré, y como mujer de un desterrado, desterrada voy a ser. Para mí ya está hecho el viaje, ya la tierra más remota me posee y como leve carga subiré a tu nave de desterrado. La cólera del César te ordena a ti que te vayas de la patria, a mí el sentido de mi deber como esposa. Este sentido del deber conyugal será  mi César. »
Bregaba en tal empeño como ya lo había intentado antes, y con dificultad cedió por el mutuo interés.
Salgo o aquello era ser conducido al sepulcro sin estar muerto, adelgazado y con el pelo alborotado sobre el rostro sin afeitar.

Ella, loca de pena, dicen que, perdido el sentido, se desplomó desmayada en medio de la casa.
Y que cuando volvió en sí, con el pelo manchado del sucio polvo, y alzó su cuerpo del frío suelo, o bien deploró su suerte, o bien sus Penates vacíos. Y que llamó por su nombre una y otra vez al esposo que le había sido robado, y que no gimió y lloró menos que si hubiese visto que la alzada pira sostenía el cadáver de su hija o el mío.
Y que hubiese deseado morir y muriendo poner término al sufrimiento, y que, sin embargo, no pereció por consideración a mí.

¡Que siga viviendo ella, y a mí ausente, pues así lo dispusieron los hados, que siga viviendo, y me sostenga continuamente con su auxilio!

El mancebo presentable


Ovidio, Arte de amar

Jóvenes romanos, os aconsejo que no aprendáis las bellas artes con el único objeto de convertiros en defensores de los atribulados reos; la beldad se deja arrebatar y aplaude al orador elocuente, lo mismo que la plebe, el juez adusto y el senador distinguido; pero ocultad el talento, que el rostro no descubra vuestra facundia y que en vuestras tablillas no se lean nunca expresiones afectadas. ¿Quién sino un estúpido escribirá a su tierna amiga en tono declamatorio? Con frecuencia un billete pedantesco atrajo el desprecio a quien lo escribió. Sea tu razonamiento sencillo, tu estilo natural y a la vez insinuante, de modo que imagine verte y oírte al mismo tiempo. Si no recibe tu billete y lo devuelve sin leerlo, confía en que lo leerá más adelante y permanece firme en tu propósito. Con el tiempo los toros rebeldes acaban por someterse al yugo, con el tiempo el potro fogoso aprende a soportar el freno que reprime su ardor. El anillo de hierro se desgasta con el uso continuo y la punta de la reja se embota a fuerza de labrar asiduamente la tierra. ¿Qué más duro que la roca y más leve que la onda? Con todo, las aguas socavan las duras peñas. Persiste, y vencerás con el tiempo a la misma Penélope. Troya resistió muchos años, pero al fin cayó vencida. Si te lee y no quiere contestar, no la obligues a ello; procura solamente que siga leyendo tus ternezas, que ya responderá un día a lo que leyó con tanto gusto. Los favores llegarán por sus pasos en tiempo oportuno. Tal vez recibas una triste contestación, rogándote que ceses de solicitarla; ella teme lo que te ruega y desea que sigas en las instancias que te prohibe. No te descorazones, prosigue, y bien pronto verás satisfechos tus votos. En el ínterin, si tropiezas a tu amada tendida muellemente en la litera, acércate con disimulo a su lado, y a fin de que los oídos de curiosos indiscretos no penetren la intención de tus frases, como puedas revélale tu pasión en términos equívocos. Si se dirige al espacioso pórtico, debes acompañarla en su paseo, y ora has de precederla, ora seguirla de lejos, ya andar de prisa, ya caminar con lentitud. No tengas reparo en escurrirte entre la turba y pasar de una columna a otra para llegar a su lado. Cuida que no vaya sin tu compañía a ostentar su belleza en el teatro; allí sus espaldas desnudas te ofrecerán un gustoso espectáculo; allí la contemplarás absorto de admiración y le comunicarás, tus secretos pensamientos con los gestos y las miradas. Aplaude entusiasmado la danza del actor que representa a una doncella, y más todavía al que desempeña el papel del amante. Levántate si ella se levanta, vuelve a sentarte si se sienta, y no te pese desperdiciar el tiempo al tenor de sus antojos. Tampoco te detengas demasiado en rizarte el cabello con el hierro o en alisarte la piel con la piedra pómez; deja tan vanos aliños para los sacerdotes que aúllan sus cantos frigios en honor de la madre Cibeles. La negligencia constituye el mejor adorno del hombre. Teseo, que nunca se preocupó del peinado, supo conquistar a la hija de Minos; Fedra enloqueció por Hipólito, que no se distinguía en lo elegante, y Adonis, tan querido de Venus, sólo se recreaba en las selvas. Preséntate aseado, y que el ejercicio del campo de Marte solee tu cuerpo envuelto en una toga bien hecha y airosa. Sea tu habla suave, luzcan tus dientes su esmalte y no vaguen tus pies en el ancho calzado; que no se te ericen los pelos mal cortados, y tanto éstos como la barba entrégalos a una hábil mano. No lleves largas las uñas, que han de estar siempre limpias, ni menos asomen los pelos por las ventanas de tu nariz, ni te huela mal la boca, recordando el fétido olor del macho cabrío. Lo demás resérvalo a las muchachas que quieren agradar y para esos mozos que con horror de su sexo se entregan a un varón.

viernes, 3 de octubre de 2014

Carta de Dido a Eneas



Ovidio, Heroidas, VII 1-24; 133-140.

Como canta el blanco cisne, cuando la muerte lo llama, tendido sobre las húmedas hierbas en la ribera del Meandro, así te hablo yo, y no porque abrigue esperanzas de conmoverte con mis súplicas.

Contra la voluntad divina he dado comienzo a esta carta. Pero, puesto que para mi desgracia he perdido ya mi buena fama y la honestidad de mi cuerpo y de mi alma, de poca importancia es perder también unas palabras.

Tienes decidido, a pesar de todo, irte y dejar a la desdichada Dido, y los vientos se llevarán al mismo tiempo tus velas y tu promesa. Tienes decidido, Eneas, desatar amarras a las naves a la vez que te desatas tú de tu compromiso, y buscar los reinos ítalos, que no sabes dónde están. Y nada te importa la naciente Cartago ni las murallas que van alzándose ni el sumo poder entregado a tu cetro. Escapas de lo que está hecho, persigues lo que está por hacer. Otra es la tierra que debes buscar a través del orbe, otra es la tierra que buscabas. Mas, aunque encuentres esa tierra, ¿quién te la ofrecerá para que la poseas?, ¿quién dará sus campos a unos desconocidos para que se queden con ellos? Otro amor te está esperando y otra Dido a la que engañar de nuevo, otra palabra tienes que dar. ¿Cuándo llegará el tiempo en que fundes una ciudad como Cartago y veas a tu gente desde la altura de un alcázar? (…)

Quizás incluso, malvado, abandones a una Dido embarazada y en mi cuerpo se esconda encerrada una parte de ti. La desdichada criatura seguirá el destino de su madre y serás culpable de la muerte de alguien que aún no ha nacido; el hermano de Julo morirá junto con su madre y un único castigo arrastrará a dos que están unidos entre sí.


(traducción de Vicente Cristóbal López)